Axel J. Barradas
La mañana acechaba a la noche con la primera luz del alba. Los rayos del sol se asomaban tímidos por el horizonte, colándose dentro de las ventanas como avergonzados de perturbar los sueños que danzaban en otras lejanas primaveras. Jóvenes y viejos volaban sobre países hermosos, tierras áridas, lugares musicales, cantos, seres monstruosos, vidas alternas y universos paralelos. Una espuma espesa y etérea, un alentador vacío donde todo es posible. Un lugar donde lo único que reinaba era la imaginación. Un circo interminable que se montaba en el subconsciente y se desmontaba al abrir los ojos y al percibir el olor del hogar y escuchar el canto de las aves en la madrugada.
Era un día como cualquier otro, como los que ya se han visto tantas veces. Como los que aún esperaban en el almacén del futuro. Allí, entre un mar de sueños invisibles, destacaba uno muy especial. Uno que oscilaba entre la esclavitud y la libertad. Aquel sueño provenía de las ilusiones de un tal Don Porfirio. Hombre de fuerza y vigor remarcable. Lleno de un afán insaciable por librarse de sus cadenas, ya fuera a la buena o a la mala.
Ese hombre se imaginaba andando por un campo interminable, respirando el aire matutino sin el agobio y la pesadez de vivir controlado por una fuerza ajena e insuperable. Su alma se sentía a reventar de alegría, pues en la ingenuidad del sueño nocturno es muy común que se confundan los sueños con la realidad. Uno se engaña a si mismo. Ni siquiera hacen falta terceros para sentirse decepcionados; basta con despertar de un sueño profundo y glorioso para sentir a la realidad como una fría puñalada. Como un balde de agua fría que nadie desea recibir, pero al cual absolutamente toda persona se aferra con celosía y con una obsesión impostergable y ridícula. Don Porfirio fantaseaba con una libertad que, fuera de sus sueños, permanecía inalcanzable para él y todos sus allegados. Pero era un hombre temerario y estaba dispuesto a tomar sus armas y despachar el alma de aquél que nublara su visión. Tenía el valor, sólo que las oportunidades escaseaban.
Porfirio se tallaba los ojos. ‘Otra vez el mismo sueño’ se decía una y otra vez sin poder pronunciarlo en voz alta. Las palabras bailoteaban en su interior. Se sentía vigoroso pero a la vez fatigado por la rutina que día a día cumplía tan rígidamente. Oprimido por el yugo autoritario de un tirano despiadado y prepotente, un gobernador que frecuentemente comparaba la vida con un juego de cartas, pues tenía una afición maniaca por el pokar y se auto-consideraba la mejor carta de cualquier baraja. ‘Como yo no hay dos, ni habrá nunca uno como yo. ¡Escúcheme bien Arnulfo!, abre bien esos oídos llenos de cerilla… jamás verá este lugar la luz como lo hace hoy conmigo a la cabeza… ya verán esos hijos de…’ solía decirle a gritos a su inútil consejero. Su nombre era Gabino, pero casi nadie lo sabía. Todos le decían ‘señor’, o de alguna forma que resaltase su excelsa autoridad sobre ellos.
Gabino era un dictador local de un pueblo perdido en Centroamérica. Su locación exacta no es de interés, como tampoco lo es el tiempo. Lo que importa son las enseñanzas, las migajas de los sucesos que son pruebas de la grandeza de antaño. Banquetes de gloria convertidos en sobras perdidas y monumentos olvidados.
La gente probablemente lo ha olvidado y abandonado en los rincones más oscuros de su memoria, pues, la libertad al convertirse en algo accesible para todos, provoca una despreocupación fantástica que termina derivando en olvido y desinterés (cuando es acompañada de bienestar, seguridad y comodidad). Bien dicen, ‘al pueblo pan y circo’… mientras tenga que comer y con qué entretenerme no habrán razones para que me pregunte de donde procede el pan de mi mesa.
El tirano era un hombre inteligente, abrumado por la vida. En una magnífica soledad, había tenido que pagar un precio muy alto por su existencia. Abandonado de niño y con una vida que difícilmente le esperaba algo más que no fuera la muerte, logró sobrevivir. Las pocas posibilidades de éxito nunca lo sobajaron. Finalmente, a base de golpes y cicatrices inolvidables logró su cometido y salió adelante. Terminó refugiándose en sí mismo, creando un cascarón que lo protegiera de la lluvia, de los fieros animales y de lo más peligroso del mundo: de los demás hombres. Tenía que elegir: ¿Oprimir o ser oprimido? Escogió la primera y se educó robando, corriendo, insultando y asechando desde las sombras. Aprendió lenguas indígenas en sus travesías por las espesas selvas, atravesando diversas poblaciones, caudalosos ríos y áridos desiertos. Un niño llorón convertido en un animal experimentado y furioso con el mundo.
Se llenaba de sobrenombres pues nunca quiso tener un nombre propio. O quizás no pudo entender la importancia de tener un sonido que lo caracterizara. Su mundo se reducía a él mismo, así que no había mucha utilidad en darse a si mismo un nombre. Él sabía quién era, y con eso bastaba.
Recordaba que su madre le llamaba Gabino. Fuera de dichos distantes recuerdos, sólo existían las memorias de gente diciéndole ‘quítate niño’. Pero luego escuchó que había demasiados a los que llamaban como a él. El apelativo cambió a ‘joven’ y finalmente a ‘señor’. Se había ganado el respeto de sus compatriotas con su indomable personalidad y su dureza. Su carácter no le permitía ser blando, había que reprimir a los débiles. Un depredador sediento de comprensión, afectado por una infancia perturbada y poco común. Animalizado, creado con sueños primitivos de supervivencia del más apto. Ignoraba el año o el lugar donde habitaba, sólo sabía que había una exuberante vegetación, poblada de peligros. Había poca gente, distribuida en pueblos alejados. La tecnología era en su mente, sinónimo de destrucción. Armas: rifles, pistolas, granadas; formas efectivas y rápidas de aniquilar obstáculos.
Con el paso del tiempo, el misterioso destino le favoreció otorgándole un rebaño de gente a sus pies. Primero, seguidores. Luego un pueblo, luego dos. Después todos los alrededores eran controlados por él; un militar rico, con un aire de corrupción implacable, pero irónicamente falso. En un abrir y cerrar de ojos, todos eran gobernados por su puño cerrado y su voz demandante. Nadie se burlaba de él. Su única pasión era el pokar. Las mujeres le divertían. Ninguna lo lograba entender verdaderamente, pues sólo buscaban la importancia que significaba estar a su lado. Y él lo sabía.
Una pena justificada por el dolor, una ambición incontrolable rondaba en su mente y en su corazón. Inconscientemente se había convertido en aquello que odiaba. Aquello que le había robado a sus padres, a su infancia y a su vida como debería haber sido. Hoy jugaba con el fuego que ayer había consumido todas sus esperanzas y lo había dejado entre las cenizas de la crueldad, en una agonía que exclusivamente lo miraba a él. Algo que lo habría destrozado y lo había obligado a hacerse más fuerte. Tan fuerte que lograría revertir los papeles, para que se convirtiera en la enfermedad que en un principio había luchado hasta la fatiga por combatir.
Del otro lado de la moneda estaba Don Porfirio, cuyo sueño era el de poder acabar con aquel gobernante hasta haberle robado el último aliento. Terminar con el dictador ponzoñoso que no conocía la misericordia. Para Gabino, las ilusiones eran simplemente las de llenar el vacío de su alma. Pero éstas se disipaban entre la realidad que se mostraba alterna y cambiante. La moneda se había echado al aire.
El destino cedió ante su libre albedrío. ¡Que chocaran sus egos y sus armas, que sobreviviera el más apto!
Y fue un día como cualquier otro que Don Porfirio tomó un cuchillo largo que guardaba junto a sus machetes y hachas. Lo afiló y salió como lo hacía de costumbre con dirección a la espesa vegetación de la selva. Las copas de los árboles adornaban el espléndido paisaje. Las aves emitían distintos cantos, algunos más melódicos, otros más estridentes. El ruido se expandía y se confundía, como una orquesta con tantos instrumentos que es imposible diferenciar uno de otro. Don Porfirio había salido a buscar qué comer. Pero en su camino, mientras deambulaba por la frondosa vereda, encontró algo mucho más importante que su comida. Era el hombre que provocaba su delirio, la peor de sus pesadillas encarnada y materializada frente a sus ojos, a unos veinte metros de él. Era su Señor, el intocable, el invencible. Era Gabino e iba solo. Don Porfirio se acercó lentamente. Era su oportunidad, la hora había llegado de arreglar las cosas a su manera. No podía dudar, sus manos sudaban pero dentro de él estaba tan seguro como siempre lo estuvo.
Un paso, otro. La figura de Gabino se iba agrandando. El sudor escurría por la frente de Porfirio. Cada paso apretaba con más fuerza el machete que sostenía en su mano. Un paso más, y un par de hojas secas truenan y rechinan. Gabino voltea, pero Porfirio ya corre hacia él, impacientado y desorientado por su falta de discreción.
La contienda no duró demasiado. Se revolcaron por el piso, se patearon y golpearon con ímpetu, como fieras salvajes. Gabino evitaba las enfurecidas cuchilladas.
Finalmente ambos terminaron en el lodoso suelo después de los breves minutos de forcejear, gritar e intentar dar el golpe más certero. Ambos eran corpulentos. Los sueños se opacaban y al mismo tiempo se prendían en los tonos más vivos, saturándose de brillo. Las ilusiones cobraban vida. Los ojos de Don Porfirio estaban saturados de ellas.
El cuchillo Porfirio se sostenía sobre la yugular del tirano. El puñal de Gabino picaba la piel de Porfirio, listo para perforarle el estómago, cosa que le garantizaría una muerte un tanto más lenta y dolorosa.
Se dio el siguiente paso. La sangre brotó, el dolor dio su último sollozo y la selva fue el único testigo de uno de los sucesos más memorables que habrían de tomar lugar en aquel sombrío y alejado lugar.
En un segundo se concluyó con la contienda y ambas vidas se esfumaron de la existencia. El dolor junto con ellas. Los lamentos, los gritos, la sangre, el hastío. Incluso los sueños. Todo desapareció.
El pueblo ya no sería regido por un tirano. Ya nadie sufriría de la opresión, todo habría de regresar a una normalidad que ya casi todos habían olvidado. Los más viejos se reunieron en una especie de asamblea y reestablecieron el orden que hace tanto tiempo se añoraba. El funeral de Porfirio, el héroe, que entregó su vida para salvarlos de la opresión, se llevó a cabo a la siguiente mañana. Gabino había sido sepultado sin ceremonias; sólo el silencio y las lágrimas escoltaron su ausencia.
Los sueños de libertad se apoderaron de esos hombres, que fueron tan sólo actores que regalaron sus almas en una batalla continua e inconclusa, donde no existe la igualdad, y donde la equidad es una palabra demasiado amplia para que la humanidad pueda entenderla. Las ilusiones importan, la esperanza nunca morirá mientras existan las causas por las cuales valga la pena verter cada gota de sangre que sea necesaria.
Una ilusión puede cambiar el mundo. Un sueño es el primer paso a la gloria. Los sueños son el nacimiento de las más grandes maniobras, son el comienzo de la vida. Sin ellos, la vida nada sería.
Así como amaneció aquel día, anocheció y el sol se escondió detrás de una cortina de tinieblas, dándole paso a la tenue luz de la luna y las estrellas. El frío capturó el paisaje y todo se nublo de desconcierto y de una confusa alegría. La libertad… la libertad olía como la esclavitud, la comida sabía igual. Pero los sueños… los sueños repletos de añoranzas desaparecieron. Algo, algo en sus almas cambió. La libertad reposaba finalmente en el sepulcro junto con el tirano que la había encadenado. Los sueños de libertad se esfumaron.
martes, 19 de junio de 2007
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