martes, 19 de junio de 2007

Una democracia en Norteamérica

Luis Rogelio Sánchez Velázquez

Considerar que la aparición de los Estados Unidos como entidad nacional fue una “inversión del proceso histórico normal”, es decir, que “antes de ser una nación fue un proyecto de nación”, como sugiere Octavio Paz,[1] puede resultar cierto sin pasar por determinista. Así, se abre la posibilidad para pensar que los estadounidenses “no son hijos de una historia”, como él mismo dice, sino los hacedores del comienzo y desarrollo de otra historia, subsiguiente, sin embargo, de otra más, diferente y compleja: la historia de los aborígenes de Norteamérica.

Asumiendo este supuesto, en la historia comenzada y desarrollada por los estadounidenses coexisten dos ejes directrices indispensables para el proyecto y la ejecución del Estado norteamericano actual, visto ahora como construcción política, social y cultural. Estos dos ejes son, en primer lugar, su relación con el resto del mundo, basada en una política exterior efectiva para con sus necesidades, una vez liberales, ahora neoliberales, habitualmente capitalistas y muchas veces conservadoras. Por el otro lado se encuentra el fenómeno también social, político y cultural de la inmigración que, observado en retrospectiva, resulta una constante central en la historia de los Estados Unidos desde hace más de dos siglos, desde su aparición como país en un sentido moderno. Estos dos ejes se encuentran fuertemente ligados y son indisolubles. Ambos se localizan en el seno totalizador de la política internacional, con sus reglas, en las que cobran vida las ideologías hegemónicas básicas de la sociedad mundial, justo como ahora la conocemos.

Por lo pronto, nos ocuparemos sólo del segundo eje: la inmigración; pero, en particular, de la inmigración latinoamericana, así como su impacto en el interior de los Estados Unidos.

El fenómeno de la inmigración de latinoamericanos en Norteamérica tiene al menos dos posibles interpretaciones: la primera, cuando se la observa como el producto del albedrío del inmigrante, cuando arribar a los Estados Unidos es un asunto aspiracional, la conquista de un sueño que presagia mejoras en la vida material del inmigrante. La segunda, cuando emigrar es el producto de la explotación o la falta de oportunidades en los países propios, cuando los hombres son conducidos hacia otra tierra por el azote de varias fuerzas que superan las suyas juntas. El hambre, la inseguridad y la injusticia se alzan entre las más nefastas y desafortunadamente habituales de estas fuerzas. Ambas interpretaciones se conjugan y pueden verse así desde el principio de los tiempos hasta los días de la civilización moderna en su condición global.

La migración de latinoamericanos hacia los Estados Unidos se encuentra determinada entonces por una serie de factores tanto internos (los del territorio del cual se emigra) como externos (los del territorio en el cual se inmigra). La migración es la respuesta a las necesidades de ciertos grupos sociales; y la inmigración se advierte como una nueva problemática social que incluye tanto a los grupos de inmigrantes como a la sociedad que los recibe.

La historia de los Estados Unidos, que en efecto es la historia de sus habitantes, deja ver que sus políticas de inmigración más recientes guardan continuidad con las del pasado, basadas en buena medida en la discriminación (normalmente racial) y en la expulsión. Pero también pone de manifiesto que éstas políticas se han modificado a la par de los cambios sociales de sus comunidades, integradas no pocas veces por gente de diversas partes del mundo. En este sentido, los inmigrantes latinoamericanos han ocupado un lugar especial en el desarrollo del proyecto norteamericano de nación, porque la minoría latinoamericana representa en los Estados Unidos una variante más de la civilización occidental, y esa variante no es menos ambiciosa y participativa que la angloamericana. Estados Unidos es un país de inmigrantes. La emigración latinoamericana es, como ya se dijo, un hecho determinado en buena medida por el albedrío; gestado en la profundidad de la reflexión personal y motivado por la insatisfacción de ciertas necesidades sociales. La inmigración, en cambio, es un problema social desde su origen; es la constante que refleja el anhelo del inmigrante por integrarse en una nueva sociedad que equilibre de algún modo sus sentimientos de participación, mismos que no logró equilibrar en la sociedad que le ha expulsado.[2] El problema radica, como puede advertirse, en que la llegada de gente desde el exterior desequilibra en varios sentidos el orden social que Estado Unidos viene construyendo desde su formación. Este es el temor estadounidense hacia la inmigración, y bien puede aceptarse como legítimo; pero es difícil que pueda justificar las medidas que -últimamente más ventiladas, abiertamente promovidas desde su gobierno, pero que además representan una continuidad histórica-, se han tomado para controlar el paso de latinoamericanos por la frontera sur de este país: la caza brutal de gente, la inasistencia cuando el “mojado” se ahoga en las aguas del Río Bravo, la construcción de un muro que no es ingenuo pensar que será construido nada más que por inmigrantes, muchos de ellos latinoamericanos. Estos espectáculos no tienen cabida en una sociedad que intenta alzarse con el título de justa, plural o democrática.

Los sentimientos de participación y de separación aparecen en todas las sociedades y en todos los tiempos.[3] El mismo Octavio Paz observó estos sentimientos desde una perspectiva teológica y los relacionó con las ideas de la caída y la comunión, que son pilares indiscutibles en la estructura general del cristianismo occidental y, muy probablemente, de todas las religiones del mundo, con sus variaciones, claro está, de acuerdo con su contexto. Estos sentimientos, dice, se alían con la sensación de desamparo que se desprende de la noción de haber sido arrancados de una realidad más basta o más precisa para sus necesidades; esa realidad era la tierra natal del emigrante. Como paradoja, Norteamérica, cuya política exterior, fuertemente intervensionista, le hace en cierta medida responsable de la constante migración de la gente de los pueblos latinoamericanos, se convierte en una, y si no, en la mejor opción para cubrir tales necesidades. Recordemos, por ejemplo, el apoyo norteamericano a las dictaduras reaccionarias establecidas en América Latina en los últimos cincuenta años, y la necesaria salida de muchas personas de estos países tanto a otros territorios de América como a países de Europa principalmente.

Es preciso observar, no obstante, que desde hace ya mucho tiempo predomina en los Estados Unidos una extraordinaria “pluralidad“ de grupos étnicos y culturales. Pero pluralidad no es equidad y mucho menos igualdad. El mismo Paz recuerda que otros imperios han conocido esta heterogeneidad, y cita los casos de Roma, del Califato, de España, de Portugal, etc., pero se observa, al menos en sus disquisiciones -que bien pueden no parecerles a algunos-, que casi siempre dicha heterogeneidad se produjo fuera de las fronteras de la metrópoli, en las provincias lejanas y en los territorios sometidos, pero no dentro de su propio territorio. Eso es lo que caracteriza particularmente a este país. Los Estados Unidos proyectaron su nación basándose, en un sentido ideal, en una especie de democracia multicultural construida in situ. Con esto protegieron -aunque no del todo- su integridad y su vida, que en algún momento pudieron verse amenazadas y expuestas a terribles conflictos internos provocados por las diferencias; porque “las diferencias que imponen la geografía, la sangre y la clase, son también diferencias de tiempos históricos”,[4] de costumbres cotidianas y de prejuicios.

La comunidad latina en los Estados Unidos extiende las posibilidades culturales de su sociedad actual. Su participación en el modelo social, político y económico norteamericano ya es imprescindible. Es claro que en el nacimiento de los Estados Unidos, como en muchos de los que la historia registra, concurrieron circunstancias diversas y complejas que al combinarse produjeron la sociedad norteamericana tal como ahora se la puede observar. Resulta interesante ver cómo aquel ideal de democracia se ha venido desgajando con el paso de los años, muchas veces por la falta de voluntad política, tanto al interior como al exterior del país, aunque no sea esta la única causa visible.

Por lo anterior, uno de los objetivos fundamentales para el próximo gobierno estadounidense (queda claro que del actual no se esperan más que medidas simuladas, incapaces de engañar ni siquiera a individuos delirantes), será el de recomponer el viejo modelo de aquella democracia “ideal”, actualizarlo y ponerlo en práctica. El objetivo se antoja difícil. Pero, si se consigue cohesionar definitivamente el contenido sociocultural de su comunidad multiétnica, su fuerza política y su capacidad económica, habrá dado un paso enorme que por fin le pondrá, en cierto sentido, en las primeras filas de la democracia mundial, cosa que, al margen de parecer pesimista, nunca ha conseguido imperio alguno.
[1] Esta y el resto de las interpretaciones histórico-culturales de Paz para la población hispana en Norteamérica que sirvieron como ideas inspiratorias para este artículo y que se recogen a lo largo del mismo en forma de citas textuales o paráfrasis, pueden encontrarse en su ensayo titulado: “Arte e identidad. Los hispanos en Estados Unidos”. Ver: Paz, Octavio, Convergencias, Seix Barral, Colección Biblioteca Breve, México, 1992, pp. 94-118.
[2] Idem.
[3] Ib.
[4] Ib.

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