martes, 19 de junio de 2007

La Caricia

Axel Jacobo Barradas Berglind
Una historia espera en el buró, con sus hojas pacientes y dispuestas. Con un olor a fantasía, escrito con una tinta que en lugar de narrar… grita, canta, baila, sueña y hace soñar. Una historia que comienza en la perdición…

Yo te entiendo. Te estoy mirando a través de las hojas y casi te siento tocando cada letra y sintiendo mi punzante necedad. Quiero tenerte y deseo estar a tu lado. Te contaré mi historia, déjame llevarte conmigo a los bordes del deseo. Al peñasco de tus fantasías, sueña, vuela y canta. Vive y ámame. Ámame por siempre.

Si he de contar mi vida, entonces sin duda alguna, todo empezaría con ella. No porque yo haya nacido en ese momento, sino porque fue con ella cuando comencé a vivir de verdad. Su figura era hermosa como la de un ángel. Perfecta. Sus ojos color miel derretían mi alma como fuego al hielo. Yo era tan sólo un mártir soportando la idea de perderla y no poderla recuperar jamás.

Ella acarició mi cabello por primera vez en una noche sin luna. En un cielo sin estrellas nublado de tristeza y agonía. Pesada y espesa, la noche arrullaba a los astros lejanos y a los hombres malvados.

El día más grande. El día más triste. Mis lamentos alcanzaron el fondo del océano azul, mis palabras lo traspasaron como flechas despiadadas y me hallaba completamente solo. Mi voz era la voz ronca de la noche melancólica… del drama del bosque y la naturaleza. Un drama contemplado por los árboles, las nubes y las estrellas. Admirada por la almas que nunca descansan.

Los bares y burdeles se habían convertido en mi único amparo; el alcohol me incendiaba por dentro. Había perdido la noción del tiempo y las ganas de seguir viviendo de esa o de cualquier otra forma. El asco, el odio, la soledad. Ya no podía soportarlo más. Las lágrimas escapaban de mis ojos. Estaba ebrio y triste. Había llegado a un pequeño lago, me había alejado del ruido de la ciudad sin ni siquiera darme cuenta. Pero me agradaba, una sinfonía de grillos empatada con el olor fresco del pasto me arrullaba y de pronto, me di cuenta que todo era tranquilidad.

Dejé escapar unos cuantos sollozos que nacieron en mi alma y pasaron por mi adolorida garganta hasta salir por mi boca como los poemas más tristes jamás pronunciados. Cada lágrima era un recuerdo que aunque salía por mis ojos, no abandonaba en absoluto mi alma.

Los grillos de pronto callaron. Un silencio sepulcral se apoderó de cada partícula del aire, de cada árbol, de cada pasto y cada gota que me rodeaba. Parecía como si mis lamentos hubieran conmovido a la naturaleza misma. Todo se tornó inmóvil. Miré hacia arriba: no había ni luna, ni estrellas, ni nubes. El agua del pequeño lago empezó a vibrar, como si alguien hubiera arrojado una piedra desde el cielo ausente. Yo estaba tendido en el piso, pasmado y confundido. De pronto vi como salía de en medio del lago un ser de majestuosidad incomparable. Una mujer de pelo castaño y rizado. Era ella. Llevaba un vestido corto, como bordado con hojas. No alcanzaba a verla con claridad. Y de pronto, cayó desmayada sobre el manto puro del agua y miré horrorizado como parecía estarse ahogando. Sin pensarlo, me eché al agua. Nadé hasta ella, la tomé en mis brazos y la llevé a la orilla después de hacer un gran esfuerzo.

Estaba inconsciente. Era mucho más hermosa de lo que esperaba. Su cuerpo era más bello y perfecto que cualquier escultura de afrodita. Su piel era suave como la seda. No podía dejar de verla y respiré aliviado al observar su pecho levantarse para llenar sus pulmones de aire. Estaba viva, abrió los ojos y me asomé por primera vez al paraíso a través de esos ojos grandes e indescriptiblemente bellos. Me miró confundida pero sin miedo. Aunque noté que no podía mantenerse despierta. Luego se dejó fundir en un sueño tan profundo como el de un recién nacido. Me quedé pasmado ante la inocencia de su rostro y la serenidad de su expresión, ante sus rasgos finos y su maravillosa figura.

Ilusión. La cargué con toda la delicadeza de la que fui capaz en ese momento. Era liviana como el viento y me abrazó como un niño que duerme en los brazos de su madre. Entonces me dirigí hacia mi casa, aún temblando bajo los efectos del alcohol. Tardé veinte minutos en llegar. Entré a mi cuarto y la dejé en la cama y yo me dirigí al sofá. Mis brazos estaban adoloridos, sentía mi cuerpo pesado y mi cabeza estaba lista para explotar, pero mi alma estaba extasiada. Esto me hizo caer en el más profundo sueño. Cansancio bañado de satisfacción y una tranquilidad deliciosamente inexplicable.

Amanezco sediento y adolorido. Un dolor de cabeza intenso -casi intolerable-. No sabía que había ocurrido. Recordaba todo casi a la perfección, pero por algún motivo lo había tomado inconscientemente como un simple sueño bondadoso que ya se había perdido desde el momento en que desperté. No sabía donde comenzaba la realidad y donde acababan mis sueños. Me dirigí a mi cuarto de mala gana, seguro de que no vería lo que añoraba con cada partícula de mi ser.

Pero algo habría se sorprenderme. No lo había imaginado. Sobre mi cama vi con sorpresa y alivio el cuerpo de una mujer. Estaba acurrucada en un rincón, asumiendo una posición fetal. Tenía un vestido bordado con hojas y perlas. Todo fue claro. El tibio dolor prendiéndose como agujas en mis músculos me hizo saber con certeza que era real. Lo único que hice fue mirarla, mi cuerpo se estremecía con sólo verla.

Ella despertó atemorizada. Parecía tan confundida como yo. Traté de calmarla. Me di cuenta de que mi voz la arrullaba. Me acerqué tanto que podía sentir su cuerpo contra el mío, sentía su calor abrazándome tiernamente. Sentía sus muslos y su pecho, y ella me miraba fijamente. Podría haberme perdido por siempre en aquella mirada, que era como un río de oro y plata. La perfección de sus rasgos y su cabello, era inmaculada. No podía ser real. Sentía su magia entrar por cada poro, y su mirada hechizante que jamás se detenía. Aquella mirada, que nunca habría de olvidar. Ni siquiera ante la muerte.

Muda y suave. Sus delicados dedos se acercaron a mi cuello y a mi cabeza. Tocaba mi cara con gracia, podía sentir el dulce calor de su mano rozando mi piel. Llovía, esto nos arrullaba. Entonces la lluvia desentonó con un terrible estruendo. Pero sentí una repentina calma. Volteé y la miré, ella instantáneamente me miró también. Un momento sublime y penetrante. Compartimos alegrías, tristezas, miedo y fantasía en una fracción de segundo. Una poderosa magia danzaba a su alrededor. Sus ojos grandes y brillantes, felinos y elegantes me acariciaban con ternura y cada movimiento suyo provocaba en mí una explosión de emociones incontables y formidables. ¡Cuánto la amé!, y como me perturbaba su presencia y se apoderaba de mí un sentimiento infinito de deseo. De tenerla a mi lado por siempre. Pero ‘siempre’ es relativo, ‘siempre’ es inhumano. La quería en ese momento. Pero a la mente le gusta jugar con lo imposible y darle al hombre incongruentes y pequeños sorbos de soberbia sin límites, de potencia inmortal y gloria incalculable. Yo lo viví. Ella debía ser sólo mía. Lo que pasara después ya era cosa del destino. El destino me la trajo, el destino se encargaría también de quitármela. El destino que vomita crueldad o escupe discordia, cómo a veces te da felicidad y gloria.

Así fue esa noche que tendí mi vida bajo la luz de su misericordia. Me hizo revivir, me dio el aire que necesitaba. Convirtió mi mundo en un paraíso y borró mis tristezas. Me dio una verdadera razón para vivir. Callada. No hablaba y no me importaba.

Estuvo conmigo sólo unos cuántos días. Le enseñé mi rutina, le entregué mi esencia y mi vida. La llevé a la gran ciudad, recorrimos calles y tiendas. Todos quedaban embrujados con su inmensa belleza. Le dije que estaba pronto a desvanecer de no haber sido por ella. Le encantaba escucharme. Aprendía rápido. Al cabo de unos cuántos días hablaba. Más no lo hacía con frecuencia, sólo me susurraba palabras al oído.

Pero un día me miró con infinita tristeza. Su sola mirada provoco mi llanto. Tenía que marcharse y no había nada que pudiera hacer para impedírselo.

El último día, acurrucada en mis brazos, al amanecer me miró y me pidió que me levantara, luego tomó de mi mano y me llevó hasta el lago donde la había encontrado. No pudo contener las lágrimas. Nunca la había visto llorar. Acarició mi cara por última vez y me dio un beso apasionado y poderoso. Dejé mi corazón y toda mi esencia en ese beso que me robó el aliento. Y entonces caminó, alejándose de mí. Con la cara empapada en lágrimas color violeta y en sus ojos dorados y brillantes como un sol. Su esbelto cuerpo emanaba luz y calor conforme se alejaba. Volteó enigmática y entonces pronunció palabras que me petrificaron en ese momento y que aún me dan escalofríos recordar.

“Vine a recordarle a tu nostalgia, que la vida es hermosa. Tus sollozos me conmovieron tanto que quise venir a darte ese consuelo. Hombre, poeta y amante... No te dejes perder en los vicios. El demonio danza a tu alrededor pues es a los ángeles más queridos del señor a los primeros que busca seducir. Aquí haz de olvidar nuestro amor… Pero nunca olvides respirar. En tu último día… iremos juntos hasta el fin de tu camino. Se convertirá entonces en nuestro camino.”

Mi cara era la de un hombre perdido. Podría haber llenado un lago con mis lágrimas. No quería dejarla ir. Podría haber compuesto una sinfonía con mis lamentos… Pero contuve mis sentimientos. Observé como mi amada se desvanecía y como su cuerpo en cientos de mariposas se convirtió. Y en el viento, me acarició una última vez.

Desde entonces fui un hombre nuevo. Y aunque la busqué, jamás la encontré. En mis sueños se aparecía. Lejana e inalcanzable. Mi inspiración. El sentido de mi vida. Mi alegría y mi fuerza. Se lo agradezco, escribiendo aquí mis lamentos. Ella fue mi vida… lo sigue siendo (Suspiro). Siempre lo será…

Pero la historia se terminó realmente hasta que exhaló su último aliento. Él decía haber vivido con un ángel que le había devuelto la vida y enseñado el verdadero amor. Se dice que vivió muchos años más; tantos como pudo aguantar. Fue un hombre sabio y feliz, encontró a una buena mujer y tuvo muchos hijos y su familia siempre lo honró. Jamás probó una gota más de alcohol, ni regresó a aquéllos bares y burdeles oscuros y perversos. Dicen que el hombre iba con frecuencia a un lago cercano y siempre se escapaba una lágrima de sus ojos verdes. Y dejaba una rosa en el lago, mientras susurraba palabras al viento, a la luna y las estrellas cobardes que se habían escondido el día en que se habían conocido ella y él. Algunos dicen que poco antes de morir dijo a sus hijos que fueran buenos y honraran el recuerdo de su padre, que les dio un último beso, así como a su amada esposa. Luego lloró de alegría, mientras los suyos lloraban de tristeza y desesperación.


“Vida mía, allá voy. Espérame… no tardo”. Aquellas fueron sus últimas palabras; palabras que nadie más que el viento y su cama pudieron escuchar.

Y así el joven convertido en viejo, caminó hacia las estrellas por un camino pintado con la colorida esencia del universo. La vio, ahí estaba con la misma expresión con la que la había conocido… Ahora, sin importar la naturaleza de sus almas, iban a un lugar dónde la fantasía y la realidad ya no existían ni los limitaba. Listos para estar juntos para siempre.

He aquí el final de una historia breve, pero el comienzo de otra mucho más hermosa que carece de fin. La eternidad espera en los versos esta noche.

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